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Por Jhon Stiven Ospina Cardona

​A los 11 años, yo ya había aprendido a montar bicicleta, había probado todos los sabores de helado que uno se pudiera imaginar y ya pensaba en qué quería ser cuando fuera mayor. A los 11 años, Doki ya había dormido en las calles, había probado las drogas y fue reclutado por un grupo armado. Hoy ambos estamos en nuestros veintes, sentados uno al lado del otro y aunque nuestros pasados son tan distintos, tenemos algo en común: la esperanza de que la paz sea una realidad, no solo una palabra vacía.

Un lugar para narrarse distinto

Era sábado 15 de marzo y el sol, con toda su tibieza, acompañaban nuestro camino mientras subíamos por el centro de Medellín hacia la casa cultural en la que cada semana habríamos de reunirnos. Llevábamos cuadernos, marcadores, recortes de periódico, algo de nervios y muchas ganas de empezar con los talleres. El primer encuentro fue un cruce de miradas amables y sonrisas que decían “qué bueno volver a vernos”. Algunos y algunas ya nos conocíamos, pues en el 2024 habíamos tenido un primer acercamiento; reencontrarnos fue como regresar al lugar donde uno siempre es bien recibido.

La familiaridad estaba servida desde el comienzo y las personas nuevas, aunque calladas al principio, se fueron acoplando con una naturalidad sorprendente. Para conocernos mejor hablamos de lo que nos gusta y de nuestro lugar favorito en el mundo. En un segundo momento les pedimos que hicieran un autorretrato, no hubo que explicar demasiado, algunos empezaron de inmediato y el papel se fue llenando. Unos momentos después llegó la hora de la socialización.

Con cada imagen que trazaron, cada palabra que escribieron y cada frase que dijeron nos compartieron un pedacito de quienes son. Willy nos mostró su dibujo que estaba lleno de símbolos: “A veces los seres humanos nos sentimos invisibles. Por eso mi silueta no tiene manos, ni boca, ni ojos. Yo represento esa parte de la sociedad que algunos prefieren no ver, olvidar, o simplemente ignorar (...) Tener voz es muy importante. Durante años fui como ese niño callado que no se atrevía a hablar. Nunca sabemos qué tan pesada es la maleta que el otro carga. Mis sueños y mi esperanza… muchos ya se me han cumplido y por los otros sigo trabajando.”

Con cada sesión los encuentros se volvían rituales: llegábamos, acomodábamos las sillas, poníamos música y servíamos algo de comer. Había confianza, había cuidado, compartimos palabras y silencios con el mismo respeto. En uno de los encuentros Doki nos entregó unas hojas de cuaderno en las que con su puño y letra había escrito su historia. Para él, es importante hablar de todo lo que ha vivido, se siente orgulloso de haber sido fuerte y no dejar que su pasado definiera la persona que es hoy. Cada una de ellas y ellos carga una historia que puede pesar como plomo en los hombros y si bien para algunos es más difícil que para otros hablar de ella, con cada palabra compartida ese peso se iba alivianando un poco.

A edades en las que deberían estar aprendiendo a leer o jugando en las calles, fueron obligados a empuñar armas, a marchar sin rumbo fijo, a callar el miedo. No eligieron la guerra, pero la guerra los eligió a ellos. En muchos casos, el uniforme escolar fue reemplazado por uniformes camuflados y la selva se convirtió en su nuevo hogar, su cárcel y su escuela. 

Colombia ha sido escenario de una guerra interna que dejó cicatrices profundas: entre 1962 y 2023, se registraron 17.865 casos de reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes, según el Observatorio de Memoria y Conflicto. Muchos de estos casos ocurrieron en Antioquia, el departamento con el mayor número de víctimas: 2.879 menores, lo que representa el 15,4% del total nacional.

Fueron arrancados de su infancia y sumergidos en un mundo donde la obediencia se imponía con violencia y la niñez se borraba a punta de fusil. A pesar de ello, muchos de estos jóvenes han emprendido un camino de regreso, dejando atrás los campamentos, las armas y la rutina del conflicto. Ese trayecto no ha sido fácil, pero lo han recorrido con valentía. Solo en 2024 el ICBF rescató a 318 niños y niñas de grupos armados, sumando 2.285 desvinculados desde 2015 y en los primeros cuatro meses de 2025 fueron rescatados 125 menores de edad que tienen riesgo de reclutamiento. Más allá de los números, están los rostros, las historias y las ganas de seguir adelante.

Hoy muchos estudian, trabajan, cuidan a sus familias y luchan por ser buenas personas en un país que, aunque les falló, aún les ofrece una segunda oportunidad. Y sin embargo, el panorama sigue siendo desafiante. A pesar de los acuerdos de paz y de las negociaciones en curso, el reclutamiento ilegal sigue siendo una amenaza: En 2024, la Defensoría del Pueblo reportó 409 casos nuevos, la mayoría en el Cauca, aunque Antioquia también registró uno.

Como equipo a veces salíamos cargados de muchas emociones. En ocasiones nos íbamos en silencio, ese silencio que viene después de oír demasiadas verdades. Pero la mayoría de veces salimos con la motivación de que en conjunto estábamos construyendo un espacio seguro en el que aprendíamos unos de otros, y la línea entre un “ellas, ellos” y un “nosotrxs” se fue disipando hasta convertirse en un “todas y todos”.

Cada sábado, durante casi tres meses, cada encuentro terminaba con un “gracias por venir”, un “nos vemos por ahí”, un “ya saben que este espacio es de ustedes” y la certeza de que en ese lugar se había sembrado algo. No una solución mágica, pero sí un lugar para narrarse distinto. Para decir “yo no soy solo lo que viví” pues lo vivido no se borra, pero sí se puede resignificar cuando se comparte. Narrarse también es cuidarse.

En sus relatos hay dolor, sí. Pero también esperanza, sentido del humor, inteligencia y una claridad sobre el país que muchas personas no se atreven a mirar. Porque en medio del dolor, de los vacíos, de los silencios que se heredan quedó algo sembrado. Algo que nos dijo que la paz no es solo una firma, sino un encuentro. Y al final, eso fue lo que tuvimos: varios encuentros. Que nos enseñaron que la paz también se construye en los gestos más simples como un abrazo breve o un “buenas tardes” acompañado de una sonrisa. Espacios donde el cuerpo, a pesar de todo, todavía resiste y narra, porque contar también es sembrar memoria y esperanza.

Estos jóvenes se atrevieron a narrar sus historias desde distintos formatos: el dibujo, la palabra, el cuerpo, la memoria. Cada uno encontró una forma de decir “yo estuve ahí y viví aquello, pero hoy estoy aquí y mi realidad es esta”. Este es solo un fragmento de lo vivido. Si quieres conocer más sobre sus voces, sus historias y las huellas que dejó este proceso, te invitamos a explorar los demás productos de este proyecto. Porque escuchar también es una forma de transformar.

Encuentro y taller con las y los jóvenes desvinculados. Foto realizada e intervenida por Hilando Historias

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